El huracán Bob Dylan arrasa en su paso por España

Bob Dylan regala un directo espectacular en su gira por nuestro país con shows en los que ha vetado a sus grandes clásicos y al uso del móvil

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Son las 21.00h, llueve en Madrid, la organización de Las Noches del Botánico había decidido regalar chubasqueros de colores para refugiar a un público que no le tiene miedo a una tormenta de primavera; quien más, quien menos, habíamos vivido algún festival embarrados hasta las cejas, al fin y al cabo, la mayoría peinábamos canas, por eso no nos preocupaba que metieran nuestro móvil en una funda de neopreno sellada a cal y canto para impedir la retransmisión a base de stories de lo que estábamos a punto de saborear, nuestro objetivo era otro: Bob Dylan.

Mil veces ha cruzado Bob el Rubicón para crear su imperio inmortal, una conquista que nacía en abril de 1957, cuando se subía por primera vez a un escenario, sólo imaginar que hace más de 66 empezaba este octogenario creador a pavonearse ante todo tipo de audiencias, me hace sentir aún más pequeño de lo que ya soy. Imaginemos, por un momento, algo que hayamos hecho miles de veces; bien, pues Dylan ha cumplido sobre las tablas aún más; precisamente este pensamiento es el que me lleva a admirar la dedicación de un oficio difícil, cansado y, en ocasiones, poco agradecido.

Se me vienen a la cabeza las palabras que masculló en una entrevista en la que el presentador le preguntó el porqué de su empeño en seguir su gira interminable. Bob, entre tímido y dubitativo, apuntó a un pacto con el de arriba, yo creo que no lo quería contar, pero se le escapó, el acuerdo era que él tenía que trabajar sin descanso para recibir la recompensa de vivir de lo que amaba y “yo estoy cumpliendo mi parte”; eso sí, lo hace a su manera, sin desviarse de un camino que eligió hace mucho tiempo, el de hacer las cosas como le vinieran en gana. Y lo está demostrando en su generoso paso por España, el público no elige las canciones, lo hace su propio orgullo.

Estoy convencido de que se siente orgulloso de su último trabajo ‘Rough and Rowdy Ways’, no es para menos -recuerdo disfrutarlo muchísimo en tiempos de pandemia- y lo exhibe en cada uno de sus shows, nada menos que nueve de las diez canciones que contiene salen a la palestra cada noche, las otras ocho que conforman el total del repertorio no tienen nada que ver con los hits que han sido la banda sonora de nuestras vidas, a excepción de tres ilustres sonatas (“When I Paint My Masterpiece”, “I’ll be your Baby Tonight” y “Gotta Serve Somebody”) que celebramos como si hubiera sonado “Like a Rolling Stone”. También creo que si hubiera tocado cualquiera de sus clásicos lo hubiéramos reconocido tan solo por la letra, porque ni la estructura melódica, ni el beat, ni el fraseo se hubieran parecido a las originales que tan interiorizadas tenemos en el corazón.

Ya le ocurrió en Newport, 1965, cuando fue abucheado por la multitud de un festival de folk que había acogido de maravilla, un año antes, al compositor, pero que esa miscelánea, ni mucho menos improvisada, de folk y rock dividieron a los amantes del folk puro al que les tenía acostumbrados; no se daban cuenta de que la música cambiaría para siempre en ese momento en el que Dylan envió al carajo el resurgimiento que había experimentado en aquellos tiempos ese molde musical. No es capricho, es necesidad, la misma que no tiene a la hora de sustituir las redes y los likes por un concierto pletórico y sin obstáculos (además del móvil, había secuestrado los paraguas). Me contaron que en el primero de los conciertos de Madrid, el público había silbado y exigido que retomara la senda de los clásicos, y un cuerno diría él, “me siento como una estrella, pero puedo brillar para quien quiera”, sostenía en su día, una máxima que se convirtió en ritual, ya que en el concierto en el que yo estuve no escuché semejante torpeza por parte del que fuera, con todas las letras de la palabra, el “respetable”.

Tampoco minimizó la exhibición, que los seis músicos sobre las tablas fueran tan solo una silueta negra sobre un fondo pardo, ni una sola luz iluminaba sus rostros, por lo que las gradas podían haber estado escuchando a un imitador de 82 años, pero quisimos creer en Bob, que nos acercó un poco más al nirvana gracias a su inmenso talento, que acompañó el portentoso hacer de la banda (guitarras, slide, mandolina, violín, bajo, contrabajo, teclados, batería y lo que no me acuerdo…), que a ritmo de swing, rock, folk, country y mucho blues, consumaron el éxtasis global. Faltaron “thank you’s”, clásicos, faltó The Band y el soplo de armónica (que sí resonó en Sevilla), pero no escatimó en generosidad musical un Dylan que no pierde el apetito escénico.

Cuando pienso en los músicos que se esconden en sus mansiones millonarias para hacer tres o cuatro conciertos y aumentar con patrocinadores los ceros de su cuenta, se me escapa una sonrisa malévola al ver cómo Dylan huye, precisamente, de sus mansiones para resguardarse en el centenar de shows que hace anualmente, más de la mitad del año en la carretera, la otra mitad componiendo y grabando, bendita longevidad.

Si dudas en acercarte a alguno de los conciertos que le quedan en nuestro territorio, no vayas, porque para ver esta ceremonia se necesitan mentes abiertas, no dudas. Puede que sea de lo mejor que haya visto en los últimos años, no porque sea Dylan, sino porque semejante respeto a la música se va perdiendo en el limbo de los efímeros tiktoks de una sociedad que necesita un cambio de aceite urgente. Pocos Nobel tiene Bob.

RockFM